Aprendí a ser docente con mis estudiantes.
Dicen que la primera vez que pisas un aula y te paras frente a los estudiantes
te marca para siempre: los nervios, la expectativa, la incertidumbre
Puede ser, pero en mi caso resulta imborrable
el vértigo de la segunda clase en una escuela de Villa Soldati.
Recuerdo que cuando sonó el timbre después del primer bloque los estudiantes
salieron al recreo. En verdad no todos salieron, se quedaron Alan, Fernando y
Nahuel. Alan sacó un cuchillo, me empujó contra la pared y lo acercó a mi cuello.
Me dijo que sabía que yo no era del barrio, me preguntó qué hacía ahí, y me aclaró
que estaba “a prueba”.
Ese día aprendí que ser docente implica ganarte la confianza. Es reconocer que
los vínculos se construyen a partir del intercambio, que son un camino de ida y vuelta.
Que los muros construidos sobre prejuicios solo se atraviesan si bajamos la guardia.
Entendí que hay códigos que se tejen en el aula y que no pueden descifrarse con
la ayuda de ningún manual.
Poco tiempo después, cuando los estudiantes hablaban sobre mí, muchas veces me
describían como alguien “más que una profe, una amiga”. Confieso que eso me
incomodaba, me hacía pensar que no estaba cumpliendo bien mi rol, que debía
enfocarme más en lo académico, que si me veían como una amiga, entonces
no me estaban viendo como referente de su trayecto educativo, que, de alguna
manera, no estaban aprendiendo.
El año pasado, cuando hicimos la entrega de los títulos, Abril me abrazó fuerte y
me agradeció por haberla ayudado a terminar la escuela, porque “más que una profe,
es como mi segunda mamá”. Ese día aprendí que ser docente implica
generar vínculos auténticos y profundos. Que el aprendizaje va de la mano del
cuidado y del amor.
Que enseñar y querer son sinónimos y no antónimos.
Una tarde, volviendo de la escuela me encontré con Meli, una ex estudiante que había
egresado el año anterior y estaba estudiando el CBC de Abogacía. No recuerdo sus
palabras exactas, pero fueron algo parecido a: “Profe, qué bueno verte! Estaba pensando
en vos. El año pasado odiaba tus clases y no entendía por qué eras tan hincha pelotas.
Ahora entiendo todo, yo le explico cosas a mis compañeros. Gracias por pensar que podía”.
Ese día aprendí que ser docente es tener altas expectativas. Es dejar puertas abiertas,
plantar semillas. Es creer que tus estudiantes pueden siempre. Incluso, cuando toda la
sociedad les está diciendo que no. Hace tres veranos invité a Barbi, una estudiante que
acababa de egresar, a trabajar en un proyecto de la fundación Enseñá por Argentina
haciendo tareas logísticas. Cuando una de las tareas que tenía a cargo salió mal, vino
a decirme que ya no quería trabajar más, que ella no podía hacerlo.
Charlamos un rato de por qué pensaba eso y me contó que cuando se recibió, su familia
y sus amigos se asombraron, porque “los villeros no terminan la escuela”. Y aunque ella
pensaba que en verdad lo asombroso era justamente lo contrario, había internalizado la
idea de que ser villero y ser pobre son sinónimos de fracaso.
Por eso, cuando algo le salía mal, ella sentía que era un recordatorio de que no debería
estar donde estaba, de que el lugar en dónde había nacido era más importante
que sus capacidades y sus ganas. Ese día aprendí que ser docente es trabajar
sobre lo explícito pero sobre todo con lo implícito. Es reconocer mis privilegios
y abrazar la historia y la identidad de cada uno de mis estudiantes.
Es saber que no podemos barrer y dejar el polvo debajo de la alfombra. Todas estas
historias son algunas de miles que me permitieron comprender que enseñar es mucho
más que transmitir contenidos académicos, que no es posible aprender con hambre,
con frío, con miedo. Por eso, arranco todas mis clases preguntándoles cómo están.
Al principio, me suelen responder “cheto”, “sentado”, “bien”, o “mal”. Con el tiempo,
vamos explorando las emociones, a través de emoticones, de termómetros, de palabras.
Una clase llegué tarde, apurada, y me puse a pegar carteles en el pizarrón. Joel me
preguntó “¿cómo estás profe?”, le dije que “bien, gracias”, y empecé a acomodar
los bancos.
Inmediatamente, Joel me dijo “No profe, así no. En esta clase no respondemos así,
respondemos cómo estamos de verdad”. Ese día aprendí que ser docente es prepararme
para aprender más de lo que enseño.
Aprendí a ser docente con mis estudiantes. Aprendí que la educación siempre es con
y por otros. Y que en la sociedad en la que vivimos, la educación es la mejor apuesta.
No porque sea fácil ni rápida, más bien todo lo contrario, sino porque es el camino
de transformación conjunta más poderoso que conozco.
Magdalena Fernández Lemos es Directora Ejecutiva de Enseñá Por Argentina