jueves, 8 de septiembre de 2022

 



 Aprendí a ser docente con mis estudiantes.

Dicen que la primera vez que pisas un aula y te paras frente a los estudiantes 
te marca para siempre: los nervios, la expectativa, la incertidumbre 
Puede ser, pero en mi caso resulta imborrable 
el vértigo de la segunda clase en una escuela de Villa Soldati.
Recuerdo que cuando sonó el timbre después del primer bloque los estudiantes 
salieron al recreo. En verdad no todos salieron, se quedaron Alan, Fernando y 
Nahuel. Alan sacó un cuchillo, me empujó contra la pared y lo acercó a mi cuello. 
Me dijo que sabía que yo no era del barrio, me preguntó qué hacía ahí, y me aclaró 
que estaba “a prueba”.
Ese día aprendí que ser docente implica ganarte la confianza. Es reconocer que 
los vínculos se construyen a partir del intercambio, que son un camino de ida y vuelta. 
Que los muros construidos sobre prejuicios solo se atraviesan si bajamos la guardia. 
Entendí que hay códigos que se tejen en el aula y que no pueden descifrarse con
 la ayuda de ningún manual.
Poco tiempo después, cuando los estudiantes hablaban sobre mí, muchas veces me
 describían como alguien “más que una profe, una amiga”. Confieso que eso me 
incomodaba, me hacía pensar que no estaba cumpliendo bien mi rol, que debía
 enfocarme más en lo académico, que si me veían como una amiga, entonces
 no me estaban viendo como referente de su trayecto educativo, que, de alguna
 manera, no estaban aprendiendo.
El año pasado, cuando hicimos la entrega de los títulos, Abril me abrazó fuerte y
 me agradeció por haberla ayudado a terminar la escuela, porque “más que una profe,
 es como mi segunda mamá”. Ese día aprendí que ser docente implica 
generar vínculos auténticos y profundos. Que el aprendizaje va de la mano del 
cuidado y del amor. 
Que enseñar y querer son sinónimos y no antónimos.
Una tarde, volviendo de la escuela me encontré con Meli, una ex estudiante que había
 egresado el año anterior y estaba estudiando el CBC de Abogacía. No recuerdo sus 
palabras exactas, pero fueron algo parecido a: “Profe, qué bueno verte! Estaba pensando
en vos. El año pasado odiaba tus clases y no entendía por qué eras tan hincha pelotas. 
Ahora entiendo todo, yo le explico cosas a mis compañeros. Gracias por pensar que podía”.
Ese día aprendí que ser docente es tener altas expectativas. Es dejar puertas abiertas, 
plantar semillas. Es creer que tus estudiantes pueden siempre. Incluso, cuando toda la
 sociedad les está diciendo que no. Hace tres veranos invité a Barbi, una estudiante que
 acababa de egresar, a trabajar en un proyecto de la fundación Enseñá por Argentina
 haciendo tareas logísticas. Cuando una de las tareas que tenía a cargo salió mal, vino 
a decirme que ya no quería trabajar más, que ella no podía hacerlo.
Charlamos un rato de por qué pensaba eso y me contó que cuando se recibió, su familia
 y sus amigos se asombraron, porque “los villeros no terminan la escuela”. Y aunque ella 
pensaba que en verdad lo asombroso era justamente lo contrario, había internalizado la
 idea de que ser villero y ser pobre son sinónimos de fracaso.
Por eso, cuando algo le salía mal, ella sentía que era un recordatorio de que no debería
 estar donde estaba, de que el lugar en dónde había nacido era más importante 
que sus capacidades y sus ganas. Ese día aprendí que ser docente es trabajar 
sobre lo explícito pero sobre todo con lo implícito. Es reconocer mis privilegios
 y abrazar la historia y la identidad de cada uno de mis estudiantes.
Es saber que no podemos barrer y dejar el polvo debajo de la alfombra. Todas estas 
historias son algunas de miles que me permitieron comprender que enseñar es mucho 
más que transmitir contenidos académicos, que no es posible aprender con hambre, 
con frío, con miedo. Por eso, arranco todas mis clases preguntándoles cómo están.
Al principio, me suelen responder “cheto”, “sentado”, “bien”, o “mal”. Con el tiempo,
 vamos explorando las emociones, a través de emoticones, de termómetros, de palabras. 
Una clase llegué tarde, apurada, y me puse a pegar carteles en el pizarrón. Joel me 
preguntó “¿cómo estás profe?”, le dije que “bien, gracias”, y empecé a acomodar
 los bancos.
Inmediatamente, Joel me dijo “No profe, así no. En esta clase no respondemos así,
 respondemos cómo estamos de verdad”. Ese día aprendí que ser docente es prepararme
 para aprender más de lo que enseño.
Aprendí a ser docente con mis estudiantes. Aprendí que la educación siempre es con 
y por otros. Y que en la sociedad en la que vivimos, la educación es la mejor apuesta. 
No porque sea fácil ni rápida, más bien todo lo contrario, sino porque es el camino
 de transformación conjunta más poderoso que conozco.

 Magdalena Fernández Lemos es Directora Ejecutiva de Enseñá Por Argentina